El culto al buen salvaje y la fascinación occidental por la barbarie
Hablamos del islamismo político, esa ideología que se presenta con una musculatura identitaria y doctrinaria férrea, con una masculinidad inflexible, con una narrativa de orgullo y superioridad moral que no busca coexistir, sino reemplazar.

Simpatizantes del Estado Islámico
El escritor indio Salman Rushdie, que ha combinado a lo largo de su vida un notable talento literario con un coraje político igualmente admirable, escribió en El suelo bajo sus pies:
“Siempre hemos preferido a nuestras figuras icónicas heridas…; queremos ver cómo su belleza se desmorona lentamente y observar su dolor narcisista. No a pesar de sus defectos, sino debido a ellos, los adoramos… Al vernos en el espejo [que son] y perdonarlos, también nos perdonamos a nosotros mismos. [Ellos] nos redimen con sus pecados”.
Rushdie aludía a la necesidad profundamente humana de crear íconos, de rendir culto a figuras que encarnen y eximan nuestras propias contradicciones. Pero ese fenómeno, literario y psicológico, parece hoy haber cobrado una forma política inquietante: el culto, en ciertas franjas progresistas occidentales, al islamismo.
No al islam como religión, que merece el mismo respeto que cualquier otra fe. No. Hablamos del islamismo político, esa ideología que se presenta con una musculatura identitaria y doctrinaria férrea, con una masculinidad inflexible, con una narrativa de orgullo y superioridad moral que no busca coexistir, sino reemplazar. No es multiculturalismo: es monoculturalismo militante.
Lo sorprendente —y preocupante— es cómo amplios sectores en Europa han comenzado a mostrar una suerte de devoción acrítica por expresiones culturales y religiosas que, en su forma política, representan lo opuesto a los valores liberales que esas mismas sociedades dicen defender: igualdad de género, libertad sexual, laicismo, democracia, derechos individuales.
¿De dónde surge esa fascinación? ¿Es un sentimiento de culpa? ¿Es romanticismo trasnochado? ¿Es esa torpe búsqueda de redención por un pasado colonial que las generaciones actuales solo conocen por los libros de historia? Si ese es el caso, hay una ironía brutal: en nombre de la reparación un supuesto y pretérito colonialismo, se justifica la expansión de uno nuevo —islamista, ruso, chino— que se despliega hoy ante nuestros ojos, sin crítica ni resistencia.
Lo más paradójico es cómo se celebran, en nombre del respeto cultural, prácticas que —si vinieran de otra religión o ideología— serían inmediatamente rechazadas. El velo impuesto a las mujeres es reinterpretado como una elección “empoderada”; la sumisión como símbolo de valentía; la censura como libertad. Las incoherencias se acumulan: homosexuales defendiendo a regímenes que ejecutan a personas por su orientación sexual; feministas elogiando a líderes que restringen brutalmente los derechos de las mujeres; ateos simpatizando con teocracias despiadadas.
¿Qué explica esta disonancia moral? ¿Ignorancia? ¿Cinismo? ¿Una especie de narcisismo cultural que convierte al “otro” en un espejo idealizado con el que compararnos para salir siempre mejor parados? O tal vez sea, como sugería Rushdie, que al perdonar los defectos ajenos nos absolvemos a nosotros mismos. Aun si esos defectos implican violencia, intolerancia, totalitarismo.
En cualquier caso, esta ceguera voluntaria no es inocua. Socava los principios de convivencia, erosiona los pilares democráticos y pone en riesgo la libertad que tanto costó construir en Occidente.
Como sea, si algo sí está claro, es que la estupidez y la complicidad desvergonzada no pueden seguir disfrazándose de virtud.